Publicado por alfonso longo (alfonso@ghenera.com)
Aquella mañana, Bin Zharid se sentó ante sus discípulos, como lo hacía habitualmente, pero no dijo nada. Al cabo de unos minutos, los estudiantes comenzaron a mirarse unos a otros, con gestos de sorpresa, de ignorancia, de impaciencia... pero ninguno emitió palabra alguna.
Cuando el sol ya estaba alto, el maestro les invitó, con la acostumbrada señal de su mano, a que preguntasen sobre la lección del día.
Uno de los discípulos habló:
- Maestro, si no hablamos, y sólo nos comunicamos por señas o ruídos, como los animales, ¿Seguimos siendo humanos? ¿No nos reconocemos como personas cuando escuchamos nuestras propias palabras?
Entonces Bin Zharid se levantó y se acercó lentamente a un naranjo. Tomó una fruta y la enseñó a los estudiantes.
Cuando el sol ya estaba alto, el maestro les invitó, con la acostumbrada señal de su mano, a que preguntasen sobre la lección del día.
Uno de los discípulos habló:
- Maestro, si no hablamos, y sólo nos comunicamos por señas o ruídos, como los animales, ¿Seguimos siendo humanos? ¿No nos reconocemos como personas cuando escuchamos nuestras propias palabras?
Entonces Bin Zharid se levantó y se acercó lentamente a un naranjo. Tomó una fruta y la enseñó a los estudiantes.
-¿Qué veis? - preguntó.
-Una naranja, una naranja, una naranja -respondieron.
-¿Qué veis? -volvió a prenguntar.
Entonces se hizo de nuevo el silencio. Tras unos minutos, uno de los discípulos se levantó, se acercó al maestro y tocó la fruta con la punta de los dedos.
- Es una cáscara de naranja - dijo entonces.
Y Bin Zharid asintió con una leve inclinación de cabeza, mientras ofrecía la fruta a quien había manifestado la comprensión correcta.