Antonio Machado, 70 años en la memoria
Los campos de Castilla inspiraron la obra más conocida de don Antonio Machado.
@Nuño Vallés - 21/02/2009
El 22 de febrero de 1939, “la aurora asomaba / lejana y siniestra”. Don Antonio Machado, agotado su corazón, agonizaba; los dolores (en español, el dolor se debe sentir en plural) le tratan “como a una muralla vieja: / quieren derribarlo, y pronto, / al golpe de la piqueta”. Ya no son “como agua de noria / que va regando una huerta”, sino como “agua de torrente / que arranca el limo a la tierra”. Lejos de España, de la “tierra triste y noble” de su Castilla y los “olivares polvorientos” de su Andalucía, se extingue en el Languedoc pese a que tiene “una gran aversión a todo lo francés”. Allí, sin embargo, encontró su último refugio; allí le respetaban porque, según les habían dicho, Machado era para España lo que Valéry era para Francia. Mientras, en España se le buscaba, mas no para mostrarle respeto.
En el obituario de un poeta se corre el riesgo de interpretarlo, de biografiar. Pero a los poetas no hay que explicarlos ni biografiarlos, sino dejarles cantar. Es en su voz donde brilla cuanto él tiene que decir, cuanto nosotros hemos de decir. Don Antonio cantó un “Retrato” que es un autorretrato, género pictórico que llenó de palabras para impedir que biógrafos y cronistas empleasen otras menos precisas e intensas:
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
más recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con ese buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último vïaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
Versos casi proféticos (Poesías completas, ed. Austral) de su exilio postrero en Collioure, donde termina su vida con un verso como único bagaje: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Lo había perdido todo en la precipitada huída. Todo, menos amigos y admiradores que, hace setenta años, acompañaron su féretro a una tumba prestada.
Un poeta del pueblo
Don Antonio tenía muchos y buenos amigos. Quizá sea un tópico referir la humanidad de los muertos, siempre y cuando no hayan sido unos demonios en vida. Por eso hay que poner siempre en cuarentena los testimonios exagerados de amigos y no tan amigos (pero que ansían pasar por tales), como que “nunca hizo mal a nadie” o “nunca hablaba mal de nadie”. Mas con don Antonio los testimonios de su bondad son tan abrumadoramente abundantes, que no queda sino callar y asentir. Cuenta Rubén Landa, amigo y colega suyo, que sólo una vez suspendió a un alumno, y fue porque no le quedó más remedio, al empeñarse el alumno en gritar ante el resto su ignorancia supina (don Antonio procuraba examinar en voz baja, de boca a oreja). En otra ocasión presidía el tribunal que debía aprobar el examen de ingreso a la segunda enseñanza de una mujer, viuda y con hijos, que ansiaba ser enfermera. Durante el examen no dejó que ningún otro miembro del tribunal hablara, y tampoco la buena mujer: él mismo respondía a las preguntas y apostillaba “Sí, eso usted lo sabe”.
Era un poeta del pueblo, como lo fue Lorca. Nunca se sintió, pese a su condición de intelectual y su altura poética, apartado del pueblo. Y tanto es así que muchos de sus versos pertenecen ya al saber colectivo: “Caminante no hay camino” es ya tan popular como la “Canción del pirata” y sus versos “caminante no hay camino / se hace camino al andar” se han tornado refrán; grupos de rock como Extremoduro insertan versos suyos en sus canciones (en “Buscando una luna”, del disco Agila, Robe Iniesta canta: “Llanuras bélicas y páramos de asceta / - no fue por estos campos el bíblico jardín - / son tierras para el águila, un trozo de planeta / por donde cruza errante la sombra de Caín”, versos del poema “Por tierras de España”). Y es que don Antonio siempre fue cabal y sencillo, que,
Nunca perseguí la gloria,
ni dejar en la memoria
de los hombres mi canción;
yo amo los mundos sutiles,
ingrávidos y gentiles,
como pompas de jabón.
En la memoria de muchos corazones queda el mundo sutil que dejó de tejer, verso a verso, hace setenta años.