
La expresión nace en los procesos de canonización de la iglesia católica, es decir, durante el debate o análisis de una vida y unos hechos para decidir si una determinada persona debe ser reconocida como santo (o beato) o no. Este personaje, durante el proceso, exigía pruebas de todo lo que se exponía a favor del candidato y dudaba de lo que se decía, indicaba errores… Como es lógico, la persona que hacía este papel era un clérigo, por lo que en cierto modo era fingido su escepticismo. Este punto es el que confiere su especial significado al dicho.
La necesidad de un “abogado del diablo” en los procesos de canonización fue establecida en 1587 y así se hizo hasta 1983, fecha en la que se cambió el término y también su forma de actuar.