Sinceramente, hasta hace unos días desconocía quién era Bob Esponja. No estoy muy al tanto de series y programas. Fue a raíz de un reportaje del XL Semanal de ABC hace algunas semanas y me detuve por qué siempre me han interesado por qué ciertos productos, servicios, ideas o proyectos se ponen de moda. En un próximo libro que publicaré hablaré de ello.
Me quedo con las palabras de Vicent Waller, su director creativo, quien afirma que el éxito de Bob Esponja radica en su doble condición de niño y adulto al mismo tiempo: «Es un crío, tiene toda la diversión y la felicidad de la que disfrutamos cuando somos pequeños. Pero al mismo tiempo tiene la libertad de un adulto. Bob tiene una casa, una mascota, va a trabajar. Y, además, adora su trabajo. Los niños piensan: Ése soy yo, pero con libertad».
Él vive en una piña debajo del mar y encandila a setenta millones de espectadores en todo el mundo, incluyendo al presidente Obama. Genera, además, un negocio anual de 6.000 millones de euros. ¿Qué tiene Bob Esponja que vuelve locos a niños y adultos? Un cóctel de entusiasmo y surrealismo. Las criaturas de Fondo de Bikini saltan ahora al escenario y estrenan musical en nuestro país.
Bob Esponja es el más fervoroso creyente en el sueño americano de los personajes creados para el entretenimiento infantil. «Es valiente, es optimista, simboliza todo lo que Mickey Mouse debería haber representado y no lo hizo. Hay algo mesiánico en él», afirma el semiótico Greg Rowland, consultor de imagen de marca de Coca-Cola, Unilever y Kentucky Fried Chicken. ¿Mentar la semiótica en unos dibujos animados no es subirse a la parra? No en el caso de Bob Esponja. Se han escrito libros, impartido conferencias y organizado seminarios sobre esta esponja de cocina que lleva pantalones cortos y vive en una piña debajo del mar. Se han buscado mensajes subliminales, influencias de las vanguardias de principios del siglo XX, una refutación jocosa del existencialismo, efectos psicológicos estimulantes similares al Prozac...
Pero a Bob también se le achacan desórdenes de conducta que van desde la hiperactividad hasta el trastorno obsesivo compulsivo, pasando por el déficit de atención. Incluso se habla de una agenda oculta. La serie ha sido denostada por grupos homófobos que aseguran que promueve la homosexualidad. Su creador, Stephen Hillenburg, tuvo que aclarar que el invertebrado más famoso de la parrilla de televisión no es gay ni hetero. «Bob es asexual.» ¿Y qué decir del patriotismo? El presidente estadounidense, Barack Obama, no se pierde un capítulo, pero más que por sus supuestos valores cívicos, porque es una ocasión pintiparada para relajarse con sus hijas y desconectar.
Obama no es la única celebridad cautivada por Bob Esponja. Entre sus admiradores se cuentan George Clooney, Johnny Depp, el baloncestista Lebron James o David Bowie, al que su hija inició en la serie y que protagonizó uno de los episodios. El diseñador Marc Jacobs lleva un Bob tatuado en el brazo y defiende los pantalones cuadrados con el mismo ahínco que Adolfo Domínguez defendía la arruga. Otro peso pesado de la moda, Karl Lagerfeld, también es un rendido admirador. El cantante Liam Gallagher, ex líder de Oasis, encargó un cuadro de Bob Esponja para el salón de su casa. Y el actor Ernest Borgnine ha participado en el doblaje.
Y, por supuesto, está el negocio. Bob Esponja es el buque insignia del canal Nickelodeon. Recauda 6.000 millones de euros al año. Tiene 700 licencias de emisión repartidas en 112 países. Atrae a los anunciantes como moscas a la miel. Y es el niño bonito de la mercadotecnia, desde cereales, macarrones, helados, yogures o cacao, pasando por joyas, juguetes, colonias, ropa, material escolar, cámaras digitales... Es ubicuo. «Esta esponja es un estímulo comercial y moral. Si la confianza de los consumidores tuviese una cara, sería la cara ávida y brillante de Bob Esponja», reflexiona el escritor James Parker en las páginas de The Atlantic Monthly.
Bob Esponja debutó en Nickelodeon en 1999. Once temporadas son muchas para un dibujo animado, a excepción de fenómenos de masas como Los Simpson. Pero Bob se mantiene tan joven, amarillo y absorbente como el primer día. El secreto de su éxito radica en su atractivo intergeneracional. Su impacto demográfico lo mantiene vivo. Lo ven los niños desde preescolar, sí, pero también lo disfrutan jóvenes y adultos atraídos por el toque retro: dos dimensiones, tintas planas, acción a raudales, con un ritmo sincopado propio del cine mudo: Charles Chaplin, Buster Keaton y Harold Lloyd son fuentes de inspiración. Asimismo, Bugs Bunny, el Correcaminos y los personajes clásicos de la época en la que no existían los ordenadores y había que dibujar a mano. De hecho, para cada episodio se necesitan 20.000 dibujos y el equipo creativo lo componen 50 personas.
Además de esta rareza técnica en tiempos donde la informática es la norma y las tres dimensiones, el canon, Bob Esponja arrasa por su humor blanco, a contracorriente de series como Padre de familia oSouth Park, que han triunfado en los últimos años con diálogos cargados de cinismo, crítica social y guiños al público adulto. El personaje de Bob Esponja se parece a los cronopios del escritor Julio Cortázar. Inocente, apasionado y dispuesto como nadie a disfrutar de la vida. La tristeza sólo es un lapsus, un estado pasajero que se resuelve con una llorera rápida... y a otra cosa. Su cuerpo tiene más pinta de queso gruyer que de esponja y se desmembra y chorrea sentimientos por cada uno de sus poros. Cocinar cangreburguers es todo lo que ambiciona profesionalmente. Trabajar para un cangrejo avaro en un garito de comida rápida, el sueño cumplido de su vida. Bob es muy capaz de enamorarse de una hamburguesa y convertirse en poeta. «Tus cabellos de lechuga, tus sonrosadas mejillas de kétchup, tu sonrisa de mostaza.» La rescata de la plancha y se la lleva a casa. Es radicalmente feliz. La inocencia siempre triunfa sobre el escepticismo.
El padre de la criatura, Stephen Hillenburg, trabajó tres años como profesor de biología marina. Aficionado al submarinismo, el surf y la música hawaiana y fascinado por la fauna que habita las piscinas naturales de roca que labra el mar, dibujó un tebeo para guiar las visitas de los niños al Instituto Oceanográfico de California. Fue la primera versión de Bob, que entonces tenía forma de esponja natural, aunque luego lo cuadriculó y le puso pantalones, calzoncillos y corbata. «Al principio dibujaba esponjas amorfas, que es lo correcto desde el punto de vista biológico. Pero la forma cuadrada me pareció más divertida y más fácil de reconocer. Encajaba bien con el humor sencillo y directo que quería transmitir.»
En ese cómic primitivo estaba también la mayoría de los personajes de la serie: Calamardo, el contrapunto de Bob; un calamar solitario y desencantado que toca el clarinete y destila amargura. Patricio, una estrella de mar cuya lealtad sólo es comparable a su estupidez. Arenita, la ardilla texana que lleva una escafandra. Gary, un caracol que maúlla. Plankton, un malvado que inspira lástima. Tritón Man y Chico Percebe, superhéroes avejentados y venidos a menos. Larry, una langosta cachas... A Bob no le afecta el desprecio de Calamardo ni le importa que su mejor amigo sea tonto de capirote; se conforma con lo que hay y con lo que tiene.
«Los personajes están inspirados en animales, pero sólo vagamente. Quise que se parecieran más a personas, a estereotipos humanos fácilmente reconocibles», explica Hillenburg. Y habitan Fondo de Bikini, un bajío del océano Pacífico con sus propias reglas, más oníricas que lógicas. Que se pueda hacer fuego en el fondo del mar, que haya autoescuelas o que una ballena sea hija de un caracol apenas son algunos apuntes surrealistas. Sus habitantes forman una comunidad naíf y cohesionada en la tradición de Cicely (Doctor en Alaska) o Stars Hollow (Las chicas Gilmore). Un pueblo acogedor donde la vieja aspiración americana a un melting pot sin tensiones es posible.
Para Vicent Waller, director creativo de la serie, la popularidad de Bob Esponja radica en su doble condición de niño y adulto. «Es un crío, tiene toda la diversión y la felicidad de la que disfrutamos cuando somos pequeños. Pero al mismo tiempo tiene la libertad de un adulto. Bob tiene una casa, una mascota, va a trabajar. Y, además, adora su trabajo. Los niños piensan: «Ése soy yo, pero con libertad».
Duelo en amarillo. A pesar de todas las teorías e hipótesis -que las hay, y muchas-, el fenómeno de masas es tan desmesurado que se resiste a las explicaciones: la audiencia mundial es de 70 millones de personas y el 40 por ciento del público es adulto. Bob Esponja es un dibujo de otra época, un anacronismo exitoso en una parrilla televisiva marcada por el magisterio imperial de Los Simpson durante 22 temporadas, 464 episodios y 25 premios Emmy.
La revista Time incluso afirma que el personaje de Bob es la antítesis de Bart Simpson, el gamberro más famoso de las series de animación. De acuerdo que a Bob le encanta hacer rabiar a Calamardo, pero su total ausencia de malicia le hace muy diferente del niño amarillo creado por Matt Groening.
La mordacidad y el sarcasmo no son herramientas fundamentales en los guiones de Bob Esponja, mientras que sí forman parte del arsenal de los 16 escritores que trabajan en Los Simpson. Y llegan al paroxismo en las series que les rinden tributo. El heredero natural de Bart es Stewie, el bebé perverso, inteligentísimo y psicópata de Padre de familia. Bob Esponja, en comparación, es un pedazo de pan. Un crío que habla y se comporta como un crío. En fin, una rareza.