por Hernán Casciari
Durante mi primera suplencia periodística me hicieron trabajar en verano, pero no me podía concentrar. Frente al diario estaban construyendo un edificio, y desde temprano había cuatro albañiles subidos a algo, martillando o agujereando cosas. Como el ruido me molestaba y la redacción estaba sin jefes, yo miraba mucho a los albañiles. Había uno gordo, uno joven, uno flaco y uno viejo. Los observaba sobre todo cuando pasaban por allí las mujeres, que es siempre un momento cumbre en la vida del albañil.
Al divisar la presencia de una mujer por la vereda, los albañiles detenían el estruendo del cortafrío, o de la agujereadora, y se quedaban quietos. Si estaban almorzando, o descansaban del yugo, dejaban de masticar y de conversar y de reír. La mujer pasaba, entonces, y ellos se levantaban un poco el casco. En medio del silencio que ellos mismos habían provocado, miraban con desparpajo a la mujer y enseguida ocurría algo sorprendente.
Cuando la mujer estaba exactamente en el centro de sus miradas, entre el venir y el irse, justo entonces, uno de ellos la llamaba con un silbido largo. Se trataba de un sonido agudo, inútil y potente, como si alertaran a un perro sordo sobre la inminencia de una camioneta.
A veces también decían alguna cosa que comenzaba siempre con el verbo ‘venir’ en la segunda forma del imperativo. Vení mamita, por ejemplo. O vení que te voy a hacer tal cosa y tal otra. Pero esto sólo ocurría muy temprano, cuando no estaban agotados de cincelar y de martillar. Los días nublados utilizaban también la palabra baba, y diferentes combinaciones del verbo chupar. Pero a última hora de las tardes calurosas, cuando el sol les había pegado de lleno y ya tenían la garganta seca, sólo utilizan el silbido, que era —creía yo— una abreviatura de todo lo que querían decir y no podían.
Lo que quedaba claro, por lo menos a mí que los había observado días enteros durante la suplencia mortífera, es que el silbido era una invitación para que la mujer ingresara por la puerta de rejas verdes y pasara un rato junto a ellos, en la obra en construcción. El silbido era, sin dudas, una convocatoria.
El último viernes de mi labor en el diario se cortó la luz y nos quedamos sin aire acondicionado y con poco trabajo que hacer. Me animé entonces a cruzar la calle y, con la típica desfachatez del estudiante de periodismo, le pregunté a uno de los trabajadores, al más flaco de los cuatro, qué haría él si por casualidad la mujer silbada, cualquier mujer entre las tantas que pasaban, en lugar de seguir su camino, indiferente al llamado, se diera la vuelta y, efectivamente, entrase a la obra.
No precisó meditarlo mucho el obrero, ni darle vueltas a la cuestión. Tenía la respuesta en la punta de la lengua:
—Le damos entre todos —dijo el albañil flaco.
—¿Le dan qué? —quise saber.
—¡Qué va a ser! —exclamó el albañil más joven, y complementó la idea con el gesto de fornicar el aire con las manos.
Rieron.
—¿Los cuatro, le dan? —me sorprendí.
—Claro —certificó el albañil más gordo, uniéndose— ¡si entra, le damos! ¿O si no para qué entra?
Sospeché por un momento que me estaban tomando el pelo.
—A ver si entiendo —dije—. Ustedes llaman a una mujer que no conocen de nada, a una mujer que está pasando por aquí de casualidad. La llaman, además, por medio de un silbido.
—Correcto, señor.
—La mujer acude al llamado —continué—, traspasa aquella valla de protección, esquiva la mezcladora, se acerca sin temor para conocer el motivo de la llamada y entonces ustedes…
—Le damos —dijo el más gordo.
Éste no hizo el gesto de fornicar el aire, como el joven, sino que cerró el puño y lo movió varias veces, como si se estuviera clavando una escarpia en el pecho, o zamarreando de los pelos a una criatura invisible.
—¿La violan, quieren decir?
—Entre los cuatro, señor —puntualizó el más joven, que sí repitió el gesto corporal y provocó otra vez las risas.
—Violar, violar… Dicho así queda feo —matizó el albañil más viejo, que hasta entonces había permanecido al margen—. Usted en realidad les está haciendo a los muchachos una pregunta tramposa.
Me interesé. El albañil viejo se dio cuenta que había logrado seducirme con su respuesta serena, más moderada que las del resto, y me puso una mano sobre el hombro. Habló con la misma cadencia que usan los hombres de campo cuando están a punto de decir algo sobre pájaros:
—La hembra no responde al chiflido, compañero —dijo—. Nunca.
Los otros tres asintieron en silencio.
—Yo empecé como aprendiz de obra en el año cincuenta y dos —continuó el viejo—, y desde esa época las chiflo a todas. No me importa que sean vistosas o bagres, ni que sean gordas, ni que sean viejas. Mire usted: yo debo de haber chiflado… —hizo una larga suma en el aire, entrecerrando los ojos—, debo de haber chiflado a un millón doscientas mil mujeres, por abajo de las patas. Y no es solamente que nunca vino ni una: ni siquiera dan vuelta la cabeza para ver quién llama. ¡Nada! Y no es indiferencia, ojo; es que no perciben el chiflido humano. ¿Vio que el perro oye un silbato especial que el cristiano no oye? Con las mujeres pasa lo mismo. Pero a la inversa.
—¿Y para qué les silban, entonces? —insistí— Yo trabajo ahí enfrente, en el primer piso, en aquella ventana. Y los veo a ustedes silbar siempre que pasa una mujer. ¿Para qué las silban, si no vienen?
—Para que vengan, así le damos —repitió de nuevo el más joven, con puesta en escena incluida, y todos rieron otra vez.
En ese momento (y esto fue muy impresionante) dejaron de reírse todos a un tiempo y miraron hacia la esquina vacía. Los cuatro, al unísono, se pusieron en posición de alerta y de perfil, como en una coreografía ensayada la noche anterior. Si hubieran tenido agua hasta el cuello habría creído que eran nadadoras sincronizadas.
Uno de ellos, el gordo, presagió muy concentrado:
—Rubia. Unos treinta años.
Otro, el flaco, aguzó el oído y dio más detalles:
—Buenas tetas, complexión mediana.
Yo no escuchaba nada más que las bocinas de los coches. El viejo cerró los ojos para concentrarse mejor, apretó los labios y negó:
—Tetas sí, pero no rubia: morocha teñida.
Entonces, sólo entonces, yo también comencé a escuchar el sonido levísimo de un taconeo, desde la izquierda, y diez segundos más tarde, efectivamente, dobló hacia nosotros una mujer rubia, bien proporcionada, de unos treinta o treinta y cinco años de edad.
Los cuatro albañiles actuaron como era su costumbre: usaron el silbido llamador y los verbos venir y chupar en diferentes variaciones, siempre en la segunda del imperativo. Hicieron lo de siempre, con la diferencia de que, esta vez, yo no los observaba desde la abstracción de mi oficina sino que estaba con ellos, era uno más, y quizás por eso sus silbidos y propuestas me turbaron. La posibilidad de que la mujer creyera que yo también participaba del petitorio, del llamado, me hizo sonrojar y bajar la mirada al suelo.
Después de silbarla y llamarla en vano, los cuatro obreros se quedaron mirando el culo de la mujer hasta que desapareció detrás de una marquesina. Sólo entonces recordaron que yo estaba allí, y volvieron a prestarme atención.
—Qué va a ser… Así es la cosa —dijo el albañil gordo, con el mismo tono de aceptación resignada de un pescador al que se le ha escapado otro pez imposible.
—Ésta tampoco quiso entrar —acoté yo, con un poco de maldad, para ocultar mi vergüenza, que no era vergüenza ajena y por eso me dolía.
—Pero si entraba le dábamos —dijo el albañil flaco, aunque esta vez nadie hizo gestos de fornicación ni tampoco hubo risas.
Pasó una ambulancia y comenzó a caer la tarde. Nos quedamos los cinco en silencio, y yo pensé que quizá no decían toda la verdad, que quizás mentían. No adrede, sino con la intención, involuntaria, de salvarse de un destino lejano que no les correspondía.
Pensé que, tal vez, el más joven de los albañiles silbaba a las mujeres porque, al llegar a la obra el primer día, los otros ya tenían esa misma costumbre. Y pensé que quizás el viejo silbaba a las mujeres porque en el año cincuenta y dos, cuando era tan sólo un aprendiz, los oficiales de obra ya también silbaban a las mujeres. Me dio por pensar que ninguno de los cuatro sabría qué hacer si, un día, una mujer respondía el llamado milenario.
—Lo de ustedes es un acto reflejo —dije, como si pensara en voz alta—, es un gesto sin esperanza… Un mecanismo que no tiene sentido.
Se quedaron callados los cuatro.
El viejo bajó la vista. El más joven dejó de sonreír. El flaco dio media vuelta y se quedó de espaldas a mí, mirando una montaña de ceresita. Tan pronto como acabé de decir aquello, me arrepentí de haber hablado de ese modo, y también me arrepentí de haber salido de mi oficina y de haber cruzado la calle para hacer preguntas. ¿Qué me importaba a mí la vida de esa gente?
—Mire señor —me dijo entonces el albañil gordo, y yo levanté la vista y lo miré a los ojos—: cuando el trabajador de la construcción le chifla a una mujer, siempre hay esperanza. Siempre esperamos que la mujer se dé la vuelta y venga un rato, o que por lo menos se dé la vuelta y nos mire. Hace siglos que las estamos llamando, no es de ahora. ¿Ellas qué saben si es para darles, como dice Pedro, o si es porque se les cayó la bufanda al suelo y se la queremos devolver? ¿Ellas qué saben? Un trabajador que chifla siempre espera que la mujer se dé la vuelta y lo mire a los ojos… Siempre espera… Porque, mire —y señaló la silueta de la ciudad, abarrotada de cemento—, mire todo esto, señor, mire esta ciudad: si no tuviéramos esperanza, si todo fuera porque sí, ¿usted cree que habría tantos edificios terminados?