Educación y Liderazgo (I)
Entre las preguntas recurrentes de la disciplina management hay una que siempre ha acaparado un especial interés: el líder, ¿nace o se hace?
Las respuestas en ningún caso son homogéneas ni concluyentes sino que divergen entre unos y otros. Algunos directivos apuestan porque el líder nace; otros, que se hace; y los más, piensan que el líder es un poco de todo: nace, pero también se hace.
Nuestra visión personal, sin embargo, se aparta algo de las anteriores propuestas. Más bien que hacerse, al líder, en buena medida, le hacen. La educación es el auténtico baluarte del liderazgo.
En cierta ocasión, preguntado José Ignacio López de Arriortúa sobre esta misma cuestión –si el líder nace o se hace– afirmaba: «El líder no nace, se forma, y desde la familia. Ahí es donde el germen del líder crece realmente; el 80 por ciento del líder viene de su familia».
La educación marca, modula, perfila y esculpe nuestra forma de ser. Uno es en gran medida lo que es su niñez. Somos una proyección de nuestros primeros pasos. Los episodios iniciales de la vida son decisivos en la edificación de la personalidad. En ellos, se sientan las bases de lo que será la persona adulta, de ahí la importancia de la educación.
El renacentista Tomás Moro (1478–1535) en su obra «Utopía» (1516) destaca la importancia de la educación en el devenir ulterior de la persona: «Si vos toleráis que vuestro pueblo esté mal educado y sus modales corruptos desde la infancia, y después los condenáis por los crímenes a los que su primitiva educación les ha abocado, se llega a la terrible conclusión de que primero los hacéis ladrones y los castigáis después».
A Kant le gustaba definir la educación como «el desarrollo en el hombre de toda la perfección que su naturaleza lleva consigo». Spencer iba por senderos similares: «La función de educar es el proceso de preparar al hombre para una vida completa».
Me gusta decir que educar es algo así como enfrentarse a un bloque de mármol. Cada golpe de educación es una lección de formación. Golpe tras golpe se va dando forma a la personalidad hasta que tenemos esa figura que somos nosotros mismos. A la adolescencia uno llega ya bastante hecho. Entonces, es posible mejorar, aunque difícilmente cambiar; lo que cabe, es limar por aquí y allá para hacer ciertas aristas menos cortantes, pero lo que no es posible es crear otra nueva figura; el mármol ya tiene su forma. «La gente mejora, pero no cambia», dice un aforismo popular.
La estructura familiar marca mucho a la persona. Es cierto que siempre queda la libertad individual, aunque en la mayor parte de las ocasiones ésta se encuentra profundamente condicionada por lo vivido previamente que acaba influyendo decisivamente en el desarrollo vital de la persona. Modificar el curso de los hábitos es mucho más complicado que instruir personas desde los primeros años de vida.
¿Cuáles son los requisitos de una buena educación?
Ante todo, credibilidad; y la credibilidad se construye (o desmorona) con el ejemplo (o contraejemplo). Un «buen ejemplo» es el auténtico estandarte de la educación. Se seduce y conquista con actos concretos; coherencia entre discurso y conducta; complicidad entre teoría y práctica; hermanamiento entre palabras y hechos. El teólogo alemán Romano Guardini afirmaba: «Educamos más por lo que somos y hacemos, que por lo que decimos». La inconsistencia entre lo que uno dice y hace debilita la construcción sólida de valores. Cuando no convergen palabras y hechos, cuando se divorcian pensamiento y conducta, se produce un deterioro en la educación. Pretendemos una cosa pero conseguimos otra.
Si queremos tener líderes «mañana» debemos apostar por la educación «hoy». «El futuro está en manos de la juventud –decía un pensador español– pero la juventud está en manos de quien la forme». La educación en la infancia siembra hábitos que recoge conductas rectas en la vida adulta. Una educación tejida, hilvanada y cosida con valores auténticos garantiza el ejercicio de un liderazgo eficaz en el futuro. Saber de valores está bien y es un primer paso en la construcción del individuo, pero lo verdaderamente retador es ponerlos en práctica; y la práctica, cuanto antes comience mejor. Así lo escribía Platón: «¿Te das cuenta de que lo más importante es el comienzo de cualquier cosa, especialmente en el caso de que sea joven y tierno? Pues es entonces cuando toma forma y adquiere la modelación que se quiere imprimir» (La República, 377b).
La educación es la mejor herramienta en el diseño de la arquitectura personal; y en el proceso educativo, la familia constituye el verdadero marco de referencia de las personas. Los valores –esas competencias que merecen la pena con independencia de la actividad profesional que uno desempeñe– se descubren primeramente en casa y luego se afianzan a lo largo de la vida. Pero sin una base correcta y consistente no es posible caminar con firmeza. La educación lo es casi todo en la formación de la persona. Una educación rigurosa otorga estabilidad al ser humano, cultiva la voluntad, fomenta la generosidad y premia la honradez, aspectos todos éstos de vital relieve para las organizaciones. Por el contrario, su carencia, deja al desnudo todas esas taras que arruinan la práctica de un liderazgo eficaz manifestándose en sus formas menos agradables: la agresividad, la falta de respeto, la prepotencia, los malos modos y, en general, todo lo propio de un entorno hostil.
Nuria Chinchilla señala que «hay competencias [las técnicas, señalaríamos] que son exclusivas del negocio, pero el resto –iniciativa, creatividad, optimismo, gestión del tiempo, gestión de la atención, gestión del estrés, autocrítica, autoconocimiento, mejora personal, autocontrol, toma de decisiones, equilibrio emocional e integridad–, entre otras, son habilidades necesarias en cualquier ámbito se desarrollan especialmente en un ámbito de relaciones desinteresados como es la familia».
Muchos desequilibrios personales que acaban desembocando en patologías directivas crónicas tienen su origen en una educación desordenada y carente de referentes afectivos, éticos y existenciales (ver «Patologías en las organizaciones», Lid Editorial). Freud decía que «el desequilibrio nace cuando un pasado negativo subsiste en el presente»; algo en lo que coincide Wayne W. Dyer, autor del libro «Tus zonas erróneas» (Grijalbo, 1996): «Si pudiésemos leer la historia secreta de nuestros enemigos hallaríamos penas y sufrimientos suficientes para desarmar nuestra hostilidad».
En resumen, la educación no es formar en álgebra, literatura, dibujo o química; la educación es formar personas. No sólo es necesaria una buena preparación en el plano académico sino, sobre todo, en el humano. Antes se decía que una buena educación encierra un tesoro. Hoy se sabe que no, que la educación es el tesoro. Ahí reside la semilla del liderazgo.
Las respuestas en ningún caso son homogéneas ni concluyentes sino que divergen entre unos y otros. Algunos directivos apuestan porque el líder nace; otros, que se hace; y los más, piensan que el líder es un poco de todo: nace, pero también se hace.
Nuestra visión personal, sin embargo, se aparta algo de las anteriores propuestas. Más bien que hacerse, al líder, en buena medida, le hacen. La educación es el auténtico baluarte del liderazgo.
En cierta ocasión, preguntado José Ignacio López de Arriortúa sobre esta misma cuestión –si el líder nace o se hace– afirmaba: «El líder no nace, se forma, y desde la familia. Ahí es donde el germen del líder crece realmente; el 80 por ciento del líder viene de su familia».
La educación marca, modula, perfila y esculpe nuestra forma de ser. Uno es en gran medida lo que es su niñez. Somos una proyección de nuestros primeros pasos. Los episodios iniciales de la vida son decisivos en la edificación de la personalidad. En ellos, se sientan las bases de lo que será la persona adulta, de ahí la importancia de la educación.
El renacentista Tomás Moro (1478–1535) en su obra «Utopía» (1516) destaca la importancia de la educación en el devenir ulterior de la persona: «Si vos toleráis que vuestro pueblo esté mal educado y sus modales corruptos desde la infancia, y después los condenáis por los crímenes a los que su primitiva educación les ha abocado, se llega a la terrible conclusión de que primero los hacéis ladrones y los castigáis después».
A Kant le gustaba definir la educación como «el desarrollo en el hombre de toda la perfección que su naturaleza lleva consigo». Spencer iba por senderos similares: «La función de educar es el proceso de preparar al hombre para una vida completa».
Me gusta decir que educar es algo así como enfrentarse a un bloque de mármol. Cada golpe de educación es una lección de formación. Golpe tras golpe se va dando forma a la personalidad hasta que tenemos esa figura que somos nosotros mismos. A la adolescencia uno llega ya bastante hecho. Entonces, es posible mejorar, aunque difícilmente cambiar; lo que cabe, es limar por aquí y allá para hacer ciertas aristas menos cortantes, pero lo que no es posible es crear otra nueva figura; el mármol ya tiene su forma. «La gente mejora, pero no cambia», dice un aforismo popular.
La estructura familiar marca mucho a la persona. Es cierto que siempre queda la libertad individual, aunque en la mayor parte de las ocasiones ésta se encuentra profundamente condicionada por lo vivido previamente que acaba influyendo decisivamente en el desarrollo vital de la persona. Modificar el curso de los hábitos es mucho más complicado que instruir personas desde los primeros años de vida.
¿Cuáles son los requisitos de una buena educación?
Ante todo, credibilidad; y la credibilidad se construye (o desmorona) con el ejemplo (o contraejemplo). Un «buen ejemplo» es el auténtico estandarte de la educación. Se seduce y conquista con actos concretos; coherencia entre discurso y conducta; complicidad entre teoría y práctica; hermanamiento entre palabras y hechos. El teólogo alemán Romano Guardini afirmaba: «Educamos más por lo que somos y hacemos, que por lo que decimos». La inconsistencia entre lo que uno dice y hace debilita la construcción sólida de valores. Cuando no convergen palabras y hechos, cuando se divorcian pensamiento y conducta, se produce un deterioro en la educación. Pretendemos una cosa pero conseguimos otra.
Si queremos tener líderes «mañana» debemos apostar por la educación «hoy». «El futuro está en manos de la juventud –decía un pensador español– pero la juventud está en manos de quien la forme». La educación en la infancia siembra hábitos que recoge conductas rectas en la vida adulta. Una educación tejida, hilvanada y cosida con valores auténticos garantiza el ejercicio de un liderazgo eficaz en el futuro. Saber de valores está bien y es un primer paso en la construcción del individuo, pero lo verdaderamente retador es ponerlos en práctica; y la práctica, cuanto antes comience mejor. Así lo escribía Platón: «¿Te das cuenta de que lo más importante es el comienzo de cualquier cosa, especialmente en el caso de que sea joven y tierno? Pues es entonces cuando toma forma y adquiere la modelación que se quiere imprimir» (La República, 377b).
La educación es la mejor herramienta en el diseño de la arquitectura personal; y en el proceso educativo, la familia constituye el verdadero marco de referencia de las personas. Los valores –esas competencias que merecen la pena con independencia de la actividad profesional que uno desempeñe– se descubren primeramente en casa y luego se afianzan a lo largo de la vida. Pero sin una base correcta y consistente no es posible caminar con firmeza. La educación lo es casi todo en la formación de la persona. Una educación rigurosa otorga estabilidad al ser humano, cultiva la voluntad, fomenta la generosidad y premia la honradez, aspectos todos éstos de vital relieve para las organizaciones. Por el contrario, su carencia, deja al desnudo todas esas taras que arruinan la práctica de un liderazgo eficaz manifestándose en sus formas menos agradables: la agresividad, la falta de respeto, la prepotencia, los malos modos y, en general, todo lo propio de un entorno hostil.
Nuria Chinchilla señala que «hay competencias [las técnicas, señalaríamos] que son exclusivas del negocio, pero el resto –iniciativa, creatividad, optimismo, gestión del tiempo, gestión de la atención, gestión del estrés, autocrítica, autoconocimiento, mejora personal, autocontrol, toma de decisiones, equilibrio emocional e integridad–, entre otras, son habilidades necesarias en cualquier ámbito se desarrollan especialmente en un ámbito de relaciones desinteresados como es la familia».
Muchos desequilibrios personales que acaban desembocando en patologías directivas crónicas tienen su origen en una educación desordenada y carente de referentes afectivos, éticos y existenciales (ver «Patologías en las organizaciones», Lid Editorial). Freud decía que «el desequilibrio nace cuando un pasado negativo subsiste en el presente»; algo en lo que coincide Wayne W. Dyer, autor del libro «Tus zonas erróneas» (Grijalbo, 1996): «Si pudiésemos leer la historia secreta de nuestros enemigos hallaríamos penas y sufrimientos suficientes para desarmar nuestra hostilidad».
En resumen, la educación no es formar en álgebra, literatura, dibujo o química; la educación es formar personas. No sólo es necesaria una buena preparación en el plano académico sino, sobre todo, en el humano. Antes se decía que una buena educación encierra un tesoro. Hoy se sabe que no, que la educación es el tesoro. Ahí reside la semilla del liderazgo.