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The Lady of Shalott, la melancolía hecha cuadro



Si existen docenas de versiones de la historia del Rey Arturo y sus caballeros, seguramente la que más ha influido a lo largo de tantos y tantos años haya sido la recopilación realizada por Thomas Maloryy publicada por primera vez en 1485. Más de seis siglos, seiscientos años, que se dice pronto... y después de tanto tiempo aún puedo visualizar casi todas las escenas, paso a paso del mito artúrico. La dama del lago, la espada en la piedra, Ginebra y Lancelot, Merlín y Morgana, su hijo y némesis Mordred, el grial...

Pasajes de leyenda que se han mezclado con la literatura universal, la pintura, el cine, la música... un universo creado a partir de cuentos y tradiciones orales continuadas durante siglos, transformándose en su camino desde el Arturo celta, al Arturo medieval, al Arturo caballeresco... Del verdadero origen de Arturo ya poco podemos afirmar en claro. Como dijo una vez el inmenso Tolkien: "Y aquellos hechos que nunca debieron caer en el olvido se perdieron para siempre en el tiempo. La historia se convirtió en leyenda, y la leyenda en mito..."

Quizá tampoco importa mucho si Arturo existió o no, y desde luego no es el objetivo de este artículo. Lo verdaderamente importante es lo que aquella tradición dejó, lo que el tiempo nos ha legado a lo largo de estos más de seiscientos años: Una riqueza de infinitas expresiones basada, primero en el boca a boca, despues en la literatura y más tarde en la cultura general.

Le Morte d'Arthur (La muerte de Arturo) de Thomas Mallory, el desafortunado Mallory, a lo largo de estos siglos, ha jugado un papel determinante en toda la imaginería que actualmente tenemos del Rey Arturo y sus andanzas. De sus amarillentas hojas han salido la mayoría de versiones literarias o cinematográficas, incluida mi favorita, la tormentosa Excalibur del maestro Boorman.

Pero como digo, las aventuras y desventuras de Arturo no han quedado en una sola linea, no han andado un solo camino. A su alrededor han ido surgiendo diferentes leyendas, cuentos más recónditos, silenciosos recovecos en los que otros personajes han añadido su historia a la narración. Entre sus espadas, amoríos y pócimas, se han vivido otras vidas más escondidas, menos populares, pero no por ello, menos intensas.


The Lady of Shalott, John William Waterhouse, 1888

Una leyenda yace oculta dentro de la leyenda. El cuento dentro del cuento. 

La historia de Elena, la blanca dama de la isla de Shalott, encerrada en una torre en la que un hechizo le obliga a mirar el mundo a través de un espejo. Confinada en su prisión de reflejos, The Lady of Shalot, se dedica a observar la refracción de la vida y a recrearla tejiendo tapices.


Una evocadora mezcla de mitos con viejas reminiscencias griegas que casi nos llevarían por los intricados senderos de la filosofía... Condenada a ver sólo una parte borrosa de la realidad dentro la cueva platónica, mientras envejece entre las desventuras homéricas de una Penélope tejiendo a la espera de su Ulises.

Y su Ulises, su Odiseo, también aparecería... no sé si tarde o temprano, pero llegó y lo hizo en forma de apuesto galán llamado Lancelot.

Elena, desconocida en Camelot, silenciosa entre el bullicio del reino, misteriosa hasta el punto de que nunca ha quedado claro si es hada, doncella encantada o simple dama prisionera de algún mal brujo, comienza a desesperarse encerrada en su torre. Quiere asomarse, mirar la vida a través de sus propios ojos. El tiempo se le hace lento, los tapices infinitos... ansía la realidad.

I am half sick of shadows said the lady of Shalott, John William Waterhouse, 1915

Sin embargo, para llegar a la consecución de la perfecta melancolía, del abandono absoluto, de la mirada de profunda tristeza que aparece en la dama del cuadro de Waterhouse, debemos avanzar en el tiempo. Dejar las rudas andanzas caballerescas medievales y dar un paso adelante hacia el romanticismo más extremo.

En el transcurso de esta historia, no obstante, necesitamos de nuevos elementos. El relato de Mallory carece de esa poesía, de esa desgarrada melancolía presente en la pintura. Sólo con él, no llegaríamos jamás a conseguir la total tristeza en la mirada de Lady Shalott.


Y el nuevo elemento se llama Lord Alfred Tennyson, un barón inglés que se convirtió en el biógrafo más personal que ha tenido Arturo. Sus libros sobre las leyendas de Camelot y el santo grial lo convirtieron en un escritor muy popular en su época y, lo que nos importa ahora, añadieron ese punto de decimonónico post-romanticismo que Waterhouse necesitaba para llegar a la inmensa tristeza en los ojos de lady Shalott.

Tennyson ofrecía una visión más melancólica que Mallory, pero sin que eso supusiera una ruptura en el desarrollo del proceso. Incluso llegó a incluir al viejo Thomas Mallory como uno de sus personajes, inmerso en las aventuras de Camelot. Un pequeño homenaje que Tennyson ofreció a uno de los primeros iniciadores de la saga artúrica.

El barón romántico escribió en 1832 su poema "The Lady of Shalott". Un desgarrador, bucólico y poético escrito que supuso una de las piedras claves en la obra de Waterhouse.

Y en la oscura extensión río abajo, como un audaz vidente en trance,
contemplando su infortunio con turbado semblante, miró hacia Camelot.
Y al final del día la amarra soltó, dejándose llevar;
la corriente lejos arrastró a la Dama de Shalott.
El victoriano contó como pocos la triste historia de Elena. Su total abandono dejando deslizar la cuerda que amarra su barca, su evocadora rendición, su melancólica despedida. Su poesía, su literatura artúrica, nos acerca un poco más a los ojos de la dama de Waterhouse.



Pero aún queda un trecho. Dejamos a la curiosa dama de Shalott, en su isla, en su torre, cansada y aburrida de mirar el mundo a través de su espejo. Condenada a descubrir el mundo tan sólo mediante reflejos. Tejiendo lo que veía y consumiendo su vida entre hilos y husos.

Entonces llegó Lancelot. Y no pudo evitarlo.

Elena abandonó el telar, le dio la espalda al espejo y miró hacia Camelot.


The Lady of Shalott looking at Lancelot, John William Waterhouse, 1894

La maldición se cumplió. El espejo se rompió y un susurro le anunció su final. Un triste final. Los tapices volaron llevados por el viento y la dama de Shalott supo que su destino se cumpliría ese mismo día.

Ventana externa

Abandonó la torre y subió a una barca. Ella misma sería su caronte. Su final sería su rendición. Su abandono, su conformidad, su melancólica huída. Todo eso plasmado en un óleo sobre un lienzo de metro y medio de alto por dos de ancho.

En el cuadro de Waterhouse, el primero de una trilogía que, curiosamente, transcurre al revés en el tiempo, la dama blanca de Shalott, subida a su barca, mira hacia Camelot con una de las miradas más intensas de toda la Historia de la Pintura.



Su vida, reflejada en la metáfora de unas velas que se apagan y un candil al que apenas le queda un soplo, se le escapa entre las manos como la cuerda que suelta la barca hacia el final.

Un cuadro que ha necesitado seis siglos. Una estampa que, junto con los toques de naturaleza prerrafaelita, el misticismo medieval y la leyenda suspirada por los años, colocan a la dama de blanco en el centro. En ella, sólo cabe la desazón, la tristeza de lo que no ha sido, la mirada profunda que, por alguna razón, asume lo que será.


Loreena Mckennitt directo en la Alhambra


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The Lady of Shalott, la melancolía hecha cuadro